lunes, 6 de abril de 2015

Barbecho

Yo me tomo muy en serio mis vacaciones y desenchufo mi cerebro de profe. Porque me lo merezco y se lo merecen los peques. Y porque si no lo hiciera, acabaría como un cencerro.

Así que, estos once maravillosos días de desconexión he estado en barbecho educativo. Es decir, no he leído blogs, no he buscado recursos, no he mirado información para mis clases. Sólo hoy, a pocas horas de volver a traspasar el umbral de la puerta azul de mi cole, han vuelto a mi cabeza nombres y caritas sonrientes. Sólo hoy he recordado lo que me queda por trabajar en el proyecto de "Viaje al Centro de la Tierra" (dinosaurios, descripción de personajes, terminar los displays de la fauna de Islandia...). Sólo hoy he empezado a pensar ideas para mis próximas clases.

Y probablemente alguno de vosotros esté frunciendo el ceño. Y si es así, será porque nunca habéis dado clase. Como modo de vida, quiero decir. 

Muchas veces, cuando hablo de mi trabajo, la mejor comparación que se me ocurre es decir que enseñar es como conducir. Tienes que mantener la atención durante seis horas ininterrumpidamente y no descuidar ni uno solo de los factores que se te pueden ir de las manos: tienes que atender a tu programación, a tus niños tranquilos, a tus niños revolucionados, a los que hoy están extrañamente callados, a la profe de apoyo que entra para sacar a unos cuantos niños (indícale qué deben reforzar en la sesión de hoy), al conserje que entra para entregarte una circular que debes entregar hoy antes de que acaben las clases, a la pizarra, a ti misma (que te estás haciendo pis desde hace tres horas), al niño insoportable que la profe de al lado te ha mandado por no darle un bofetón y que ahora tamborilea sus dedos sobre la puerta. Etcétera.

El resultado del nivel de atención tan alto que necesitamos en el aula es que en cuanto acaban las clases nos convertimos en amebas y no recordamos dónde hemos dejado esos papeles tan importantes, qué era aquello que teníamos que corregir urgentemente o de qué carajo va la reunión a la que ya llegamos diez minutos tarde.
Este estado amébico (he decidido adjetivarlo, sí) suele mejorar con el paso de las horas, con lo que a las seis de la tarde o así somos otra vez personas más o menos normales. Momento en el cual nos ponemos a corregir, programar, revisar, investigar y a hacer todo tipo de cosas que nunca da tiempo a terminar en una sola tarde.

Así que por eso no me da ningún apuro confesar que esta Semana Santa ha supuesto para mí un barbecho delicioso y que, gracias a eso, me muero de ganas de retomar mañana las clases y achuchar a todos y escucharles y enseñarles y que me enseñen.

Porque a pesar de todo, sigo convencida de que tengo el mejor trabajo del mundo.

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