jueves, 2 de junio de 2016

Septiembre


Con la gramática hemos topado. Y con lo poco que me gusta, intento que se me haga lo menos pesada posible. En esta unidad nos toca trabajar las estructuras there is / there are con todas sus variaciones: negativas, positivas e interrogativas. Un coñazo, vamos. Y si tienes 7 años (para 8), más aún. Total, que a la profe se le ocurre buscar una imagen graciosa (ver arriba) para describirla usando dichas estructuras, a ver si así pasamos mejor el trago. Y tras unos segundos de observación, A, el terror de la clase durante la primera mitad del curso dice, totalmente serio: ¿Así éramos nosotros en septiembre?

Y después del ataque de risa tengo que reconocer que sí, que mi clase a principios de curso era bastante parecida al dibujo de arriba. Por lo menos así la veía yo. Y parece mentira que desde entonces hasta ahora hayan pasado sólo nueve meses pero, afortunadamente, de aquel primer trimestre sólo nos queda un vago recuerdo. A día de hoy, mis alumnos son pequeñas personitas pensantes que hablan sin gritar (casi siempre), no tienen miedo a reconocer sus errores (excepto alguna pifia gorda) y escuchan al que tiene algo que contar (a ratos y según el día). Y además de todo eso, han aprendido. Algo, poco, unos más que otros. Quién sabe. Y a quién le importa. Nos queremos y lo hemos disfrutado. Ya, a estas alturas, que nos quiten lo bailao.



miércoles, 24 de junio de 2015

Caracoles

Puede que no te hayas fijado (nadie se fija en los coles cuando ya no hay niños). Pero desde que acaban las clases hasta el último día de junio las paredes de las aulas son testigos de un ritual que se repite año tras año: reuniones, papeleo, ordenación, limpieza. Y la emigración de los caracoles.
No son siempre los mismos, ni la misma cantidad. Pero si te fijas bien en el metro, a mediodía, verás seguro a tres o cuatro en tu mismo vagón. Les reconocerás porque llevan su casa a cuestas; una casa de dibujos de niños que les dicen que son el mejor profe del mundo, de cinta adhesiva de colores que compraron para decorar la clase, de CDs de música infantil con cuyas melodías pegadizas se despiertan también sábados y domingos. 
Estos caracoles se llevan a cuestas todo lo que han acumulado durante el curso porque el colegio en el que han disfrutado, sufrido, reído y llorado ya no les verá atravesar sus puertas el curso que viene. Por desgracia o por fortuna.

Somos muchos los que en este mes de junio hacemos balance, con nuestra casita encima, de todo lo vivido en nuestro cole que en dos meses pasará a ser de otro. Aunque no del todo. Hacemos balance de lo que salió bien, de lo que salió fatal, de lo que podría haber salido mejor y de todo lo que soñamos pero no pudimos hacer. Hacemos balance y, si es el primero, la mayoría lloramos. Si no lo es lloramos también, pero las lágrimas de fuera suelen ser menos.
Lloramos y nos sentimos estúpidos porque sabemos que los niños nos necesitan, pero saben (¡menos mal!) sustituirnos. Sabemos que hemos dado todo de nosotros, pero confiamos (¡ojalá!) en que aquel que nos releve se deje también la piel en el empeño. Sabemos, en definitiva, que somos prescindibles, que nuestro trabajo ya está hecho, que vendrán otros que completarán la obra que hemos empezado.
Y con esos pensamientos y la casita sobre los hombros (la cartulina dorada de la que hemos recortado unas cuantas medallas asomando de la bolsa) volvemos a casa y nos consolamos pensando que qué bien que el mundo esté lleno de niños, que qué bien que vayamos a hacernos un nuevo hueco en la vida de algunos de ellos y que cómo mola el cole del año que viene, y que a ver qué tal.

Y prometemos a NUESTROS enanos que volveremos, pero mentimos. Porque cuando volvamos, ya de visita, ellos ya serán de otro y nosotros ya tendremos a otros a los que querremos también como si fueran nuestros. Y ahí está la belleza de todo esto. Que tenemos la profesión más bonita del mundo. Y somos conscientes de ello.

lunes, 6 de abril de 2015

Barbecho

Yo me tomo muy en serio mis vacaciones y desenchufo mi cerebro de profe. Porque me lo merezco y se lo merecen los peques. Y porque si no lo hiciera, acabaría como un cencerro.

Así que, estos once maravillosos días de desconexión he estado en barbecho educativo. Es decir, no he leído blogs, no he buscado recursos, no he mirado información para mis clases. Sólo hoy, a pocas horas de volver a traspasar el umbral de la puerta azul de mi cole, han vuelto a mi cabeza nombres y caritas sonrientes. Sólo hoy he recordado lo que me queda por trabajar en el proyecto de "Viaje al Centro de la Tierra" (dinosaurios, descripción de personajes, terminar los displays de la fauna de Islandia...). Sólo hoy he empezado a pensar ideas para mis próximas clases.

Y probablemente alguno de vosotros esté frunciendo el ceño. Y si es así, será porque nunca habéis dado clase. Como modo de vida, quiero decir. 

Muchas veces, cuando hablo de mi trabajo, la mejor comparación que se me ocurre es decir que enseñar es como conducir. Tienes que mantener la atención durante seis horas ininterrumpidamente y no descuidar ni uno solo de los factores que se te pueden ir de las manos: tienes que atender a tu programación, a tus niños tranquilos, a tus niños revolucionados, a los que hoy están extrañamente callados, a la profe de apoyo que entra para sacar a unos cuantos niños (indícale qué deben reforzar en la sesión de hoy), al conserje que entra para entregarte una circular que debes entregar hoy antes de que acaben las clases, a la pizarra, a ti misma (que te estás haciendo pis desde hace tres horas), al niño insoportable que la profe de al lado te ha mandado por no darle un bofetón y que ahora tamborilea sus dedos sobre la puerta. Etcétera.

El resultado del nivel de atención tan alto que necesitamos en el aula es que en cuanto acaban las clases nos convertimos en amebas y no recordamos dónde hemos dejado esos papeles tan importantes, qué era aquello que teníamos que corregir urgentemente o de qué carajo va la reunión a la que ya llegamos diez minutos tarde.
Este estado amébico (he decidido adjetivarlo, sí) suele mejorar con el paso de las horas, con lo que a las seis de la tarde o así somos otra vez personas más o menos normales. Momento en el cual nos ponemos a corregir, programar, revisar, investigar y a hacer todo tipo de cosas que nunca da tiempo a terminar en una sola tarde.

Así que por eso no me da ningún apuro confesar que esta Semana Santa ha supuesto para mí un barbecho delicioso y que, gracias a eso, me muero de ganas de retomar mañana las clases y achuchar a todos y escucharles y enseñarles y que me enseñen.

Porque a pesar de todo, sigo convencida de que tengo el mejor trabajo del mundo.

martes, 10 de marzo de 2015

Cojones

Cojones es lo que hay que echarle a la vida para criar a un hijo como se merece. Para ponerlo siempre por delante, dedicarte en cuerpo y alma a que sea feliz, a que crezca sano y sabio. Hay que echarle cojones, en los tiempos que corren, para apostar con la vida que tú sí, que vas a sacar tiempo de debajo de las piedras, que vas a sacrificar salidas, juergas, momentos de vaguería por ese nuevo ser que va a llenar toda tu vida, para siempre. Me asombro de los que le echan los padres (los buenos padres) a la educación de sus hijos. Las horas de juegos siempre a su lado, los cuentos, los teatros, los ratos juntos.

Pero tristemente veo mucho más en mi colegio la otra cara de la moneda. Y en este caso lo que dan ganas es de darles una patada en esos cojones que no le echan a la vida, a sus hijos. Cuando vienen borrachos a recogerles (una hora tarde), cuando llevan a los niños con la ropa sucia y rota mientras ellos van peinados de peluquería, cuando les traen a clase sin lápiz pero en casa tienen tres o cuatro consolas, cuando escupen a los profesores que se dejan el pellejo día tras día por sus hijos.

Perdonad el lenguaje, pero hay días en que una se harta. Y aún así, hay que echarle cojones. También nosotros, profes. Porque si no lo hacemos, ¿qué les queda a estos enanos? ¿Qué culpa tienen ellos?

Así que aquí seguimos, más cojonudos que nunca y tirando para delante, que para atrás ya tira la vida demasiadas veces. Seguimos adelante por amor, simplemente, y eso, al final, es lo que de verdad queda.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Volver

Es el primer año que me pasa, el primer año que vuelvo. El primer año que reconozco las pequeñas caras sonrientes el primer día de curso. Y ellas a mí.

Vuelvo con energías renovadas, con la convicción de que puedo con esto, de que valgo. Me he convencido de ello porque si no, el miedo me paralizaría. El miedo al desbordamiento, al estrés, al (de nuevo) no saber qué hacer.

El caso es que el año pasado (curso pasado es más correcto, pero mis años van de septiembre a junio) estuve paralizada por las experiencias de otros, por las voces de otros, por los "noes" de otros. Hasta que pasados unos seis meses decidí salir de mi letargo, de mi pozo con fondo, y mirarle a mi miedo a la cara. Y ver que era humano. Y descubrir que todos los "noes" podían transformarse en tal vez, en sí claro. 

Así que vuelvo, sí, pero no vuelvo. Como en la manida metáfora del hombre que nunca puede bañarse dos veces en el mismo río, tampoco un profe vuelve al cole igual que el curso pasado. Evolucionamos gracias a nuestros alumnos, a nuestro entorno. Y en esa evolución crecemos, nos conocemos, y podemos aportar un poco más de ese conocimiento en el aula, con nuestros nuevos niños. 

Nuevos niños que a pesar de lo que digan esas voces del Pleistoceno, esas maestras (por decir algo), esos frenos, sí son diferentes cada año. Y por supuesto necesitan que nosotros también lo seamos, que miremos, que escuchemos, que respondamos... y que crezcamos con ellos.

Este blog es ahora el de una profe un poco menos novata. Perdonad el realismo, la desilusión ocasional, las reflexiones desesperadas. Disfrutad de todo lo demás, que es lo bueno. Este año intentaré mantener esto más al día. Nos lo debo ;)


martes, 22 de octubre de 2013

Detalles

Este año no estoy escribiendo tanto por aquí porque me está costando. Mucho. Estoy en periodo de adaptación, como ellos, sólo que el mío dura bastante y pica más (digo yo, claro, si les pregunto a ellos, recién llegados de Cuba, de Brasil, me dirán otra cosa...). De un curso para otro digamos que sigo ejerciendo la misma profesión, pero cambian los detalles. He pasado, por ejemplo, de tener 12 niños a 26. De poder planificar mi enseñanza (libertad de cátedra, se llama) a recibir en un horario hasta el momento en el que debo realizar los dictados. De poder confiar en la conserje para pedir fotocopias de última hora a tener que pedirlas con 72 horas de antelación. De tener un equipo directivo compañero a tener un equipo que nos ve como enemigos. Enemigos que piden más material del necesario, que llegan cinco minutos tarde de vez en cuando, que necesitan más fotocopias de las razonables para atender la famosa diversidad.... 
Así que mi mejor terapia es cerrar la puerta del aula. Porque sí, son 26, pero son niños. Sí, cinco de ellos no leen y uno no entiende el idioma, pero van mejorando. Son muy inquietos, pero les adoro. Adoro su bondad, su ilusión, su fascinación por el mundo que nos rodea (Pero profe, ¿entonces las lágrimas vienen de un río que tenemos dentro de los ojos?), su amor finito en forma de dibujos (Para la profe. Heres muy guapa.), su inocencia.
Gracias a ellos saco fuerzas para llegar cada mañana con una sonrisa, aunque no todas las tardes salga contenta. Son mi energía y mi razón de ser como maestra y nadie va a quitármelo. Y aunque haya pequeños detalles que me cabreen, tengo que aprender a mirar con perspectiva, a creer en mí misma, por muy difícil que me lo pongan. Porque yo, este año, soy su principal esperanza. Y se lo debo.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Problema

[La profe decide, para hacer algo más amena la clase de mates, personalizar los problemas usando los nombres de los alumnos, con la remota esperanza de lograr que 28 chavales atiendan a la vez]

- Chicos, escuchadme atentamente, a ver quién de vosotros me sabe resolver el problema antes: Brian tiene 5 caramelos, le da 3 a Kevin y un poco más tarde, Marco le da 2 de los suyos. ¿Cuántos caramelos tiene Brian al final?

[Se levantan varias manitas y la profe elige una cualquiera]

-Sí, pero profe, ¿a qué Kevin?

Nota al pie: Sí, hay más de un Kevin en mi clase. No, no se me ha escapado ninguna colleja. Aún.