miércoles, 24 de junio de 2015

Caracoles

Puede que no te hayas fijado (nadie se fija en los coles cuando ya no hay niños). Pero desde que acaban las clases hasta el último día de junio las paredes de las aulas son testigos de un ritual que se repite año tras año: reuniones, papeleo, ordenación, limpieza. Y la emigración de los caracoles.
No son siempre los mismos, ni la misma cantidad. Pero si te fijas bien en el metro, a mediodía, verás seguro a tres o cuatro en tu mismo vagón. Les reconocerás porque llevan su casa a cuestas; una casa de dibujos de niños que les dicen que son el mejor profe del mundo, de cinta adhesiva de colores que compraron para decorar la clase, de CDs de música infantil con cuyas melodías pegadizas se despiertan también sábados y domingos. 
Estos caracoles se llevan a cuestas todo lo que han acumulado durante el curso porque el colegio en el que han disfrutado, sufrido, reído y llorado ya no les verá atravesar sus puertas el curso que viene. Por desgracia o por fortuna.

Somos muchos los que en este mes de junio hacemos balance, con nuestra casita encima, de todo lo vivido en nuestro cole que en dos meses pasará a ser de otro. Aunque no del todo. Hacemos balance de lo que salió bien, de lo que salió fatal, de lo que podría haber salido mejor y de todo lo que soñamos pero no pudimos hacer. Hacemos balance y, si es el primero, la mayoría lloramos. Si no lo es lloramos también, pero las lágrimas de fuera suelen ser menos.
Lloramos y nos sentimos estúpidos porque sabemos que los niños nos necesitan, pero saben (¡menos mal!) sustituirnos. Sabemos que hemos dado todo de nosotros, pero confiamos (¡ojalá!) en que aquel que nos releve se deje también la piel en el empeño. Sabemos, en definitiva, que somos prescindibles, que nuestro trabajo ya está hecho, que vendrán otros que completarán la obra que hemos empezado.
Y con esos pensamientos y la casita sobre los hombros (la cartulina dorada de la que hemos recortado unas cuantas medallas asomando de la bolsa) volvemos a casa y nos consolamos pensando que qué bien que el mundo esté lleno de niños, que qué bien que vayamos a hacernos un nuevo hueco en la vida de algunos de ellos y que cómo mola el cole del año que viene, y que a ver qué tal.

Y prometemos a NUESTROS enanos que volveremos, pero mentimos. Porque cuando volvamos, ya de visita, ellos ya serán de otro y nosotros ya tendremos a otros a los que querremos también como si fueran nuestros. Y ahí está la belleza de todo esto. Que tenemos la profesión más bonita del mundo. Y somos conscientes de ello.